Adioses.

He aprendido a despedirme demasiado y algunas veces pienso que profeso más adioses que holas, y que a medida que pasa el tiempo se quedan en mi vida un grupo minúsculo de personas, pero lo suficientemente sustancioso como para aliviar mis pesares sentimentales y existenciales, cuando seres pasajeros pero igual de importantes, dejan su marca grabada con felicidad pero tiznada con sufrimiento. Despedirse es complicado, no importa cuantas veces lo haga pues cada 'adiós' es diferente y está ligado de la misma manera a quien se dedica. Por ejemplo, existen los 'hasta luego' que no denotan ni enmarcan un lapso determinado de tiempo para un reencuentro, que quizá sea un mañana, la próxima semana, en unos años, cuando la vida quiera. Existen los hasta nunca que duelen en la piel, en los ojos y en el alma, que a veces no se dicen con palabras pero sí con acciones, con besos, con insensateces y mucho silencio y están los típicos adioses que dejan inconclusas muchas cosas o todas, que no te definen si van a volver o se van para siempre, que no sabes hasta qué son o hasta qué no son. Los que te rompen las pelotas, los ovarios y el corazón, o los que te dan calma, si es que decidís sacar a alguien de tu vida. Está por ejemplo tu adiós, dicho y no dicho, cobarde e inseguro, sin muchas ganas de irse pero con las maletas y las promesas afuera. Vestido de ego y con sentimientos guardaditos en una jaula para que no se esparzan por el lugar y cambien el rumbo de la despedida. De esos adioses que uno no entiende pero que termina aceptando con dolor y con la sal del mar hecha lágrimas. Y está mi adiós, afligido por estar lleno de un amor que ya no puede brindar. Un adiós de los que toca, de los que no quisiera pronunciar pero que para recuperar la dignidad hay que escribirlos, decirlos, dejarlos pactados y firmados como un documento de independencia. Un adiós hecho resolución, que le corta las alas a una historia que finalizó abrúptamente meses atrás, abandonándola en el ocaso del año que está por fallecer.

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