2 párrafos.

Se acostumbró tanto a su olor de madrugada envuelto en whisky que al día siguiente que no la tuvo se consumió en seis botellas como si el alcohol le devolviera el estado de embriaguez que sólo su cuerpo sabía darle. No era más que un ser entregado al infinito de la mísera soledad cuando es una vagabunda que sólo se alimenta del temor que le tienes y del olvido en el que vagas al sentir el frío de tu propio calor corporal. Nunca fue amor ni mucho menos, pero le alimentaba, aparte del ego, el hambre de compañía y la sed de placer, un banquete adornado por dos largas piernas, una espalda infinita, glúteos que se doblaban en perfecto radio justo debajo al final de los muslos y pechos con terminales color rosa tulipán.

Se le fue de las manos, de la pelvis, de su cama, de todo, destilando la amargura del sin sabor que te deja la vida desorientando al perder cualquier cosa conocida ¿Que si la extraña? Quien sabe. Quizá no a ella pero sí a esa sonata, a ese trillo del diavolo en sol menor que expedían sus gemidos al recibir su ser en las entrañas; la fascinación de destrozarla mientras se reconstruía el alma absorbiendo la más mínima gota de inocencia que le detectara en la mirada. Enloquecerla, enfurecerla, incendiarle las pasiones, pervertirla, lamerla, morderla, comérsela entera y no tener que conformarse con dibujar su desnudez en el espacio cóncavo que la melancolía evoca, mientras se le enfría el café con los hubieras, saboreando el trago de la noche venidera.

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