A finales de junio.

Llegó susurrando, embombando mis oídos, cortándome el habla, literalmente de la noche a la mañana, en una noche, sin nombre ni apellido, sin tarjeta de invitación, autoproclamándose en cualquier lugar en el que yo pudiera estar. Y desde aquella pernoctar ya van tres más en las que no ha habido ni un momento de descanso, ni un momento para contener el aire prolongadamente sino bocanadas cortas y exhalaciones profundas. Nos acostamos juntos, más bien, nos hemos venido revolcando cuando se pone el sol, muy tarde, mientras la cama nos queda angosta y las almohadas estorban. Las cobijas van y vienen, y las temperaturas varían mientras amanece. Me levanto cansada habiendo dejado todo lo que puedo entregar en el día en ese colchón que me ve despertar agotada, con ganas de sumergirme en los brazos de Morfeo e ignorar la alarma llamada 4:50 am para la rutina diaria, pero no me deja, así haya sido suya la noche entera en el día me posee, me penetra, se sumerge en mis adentros, me calienta, me intoxica, me dilata, me corta el aliento  y me desespera. Me impacienta y me inmoviliza, hasta que nos encontramos de nuevo en aquella cama en donde descansar será imposible pues es inevitable no ser sumisa ante su poder, y combatir es imposible también, sólo queda esperar, que el tiempo pase, que me fornique,  me disfrute, me tome y se apropie de mí hasta que su fuerza se desvanezca y salga de mi cuerpo, como mal huésped, como quien come y se va sin pagar pero que mejor se vaya y no abuse más de mí, porque me está depredando, maldita y miserable gripa.

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