Historias del transporte masivo

La vida se encarga de darte lecciones en los lugares más inesperados. 


A las 10:00 pm del 22 de febrero, en un E21 en el que yo iba, un anciano de 77 años se subió a vender dulces, apenas y se sostenía en su bastón y los repartía con algo de dificultad. Luego, se paró en el articulado del MIO, la mitad para ser más exacta, y hablando, como si los alientos de su vida fueran eternos y sonriendo casi por inercia, como si ese fuera el ceño acostumbrado de su rostro para con el mundo, nos explicó a todos los pasajeros que tuvo una especie de trombosis, que se sostenía por él mismo y que ese era su trabajo, lo que le permitía comer, vivir, y que lo seguiría haciendo hasta que las fuerzas se le agotaran, "un dulce por $300 y dos por $500", que si no nos gustaba, que le ayudáramos con lo que nuestro corazón, disposición y bolsillo nos permitiera. 



Yo, llevaba mi maleta llena de dulces que también vendo en la universidad y sería irónico e ilógico comprarle a alguien más, pero este señor de tan avanzada edad, pequeña estatura, piel morena y sonrisa infinita vendía mejor los suyos que yo los míos. Tenía un discurso planteado el cual no parafraseé de la mejor manera, pero que se aprendió y recitaba, les juro, con alegría, mientras que yo, una publicista con aires e ínfulas de Redactora Publicitaria, Copywriter, sólo los empaco en recipientes transparentes, los saco del maletín y los pongo en algún pupitre para que sean visibles a la gente, sin discurso, como si se tratara de un metalenguaje de "yo vendo los dulces y ustedes me compran", soterrado en el inconsciente de todos, segura de ello. Yo lo tengo todo y a veces, o muchas veces, el capricho y la elevada altura de mis estándares e ideales me llevan a quejarme, enfurecerme y renegar de lo que tengo por banalidades, por el consumismo en el que estoy inmersa, porque dejo de tocarme el corazón y hasta la razón y actúo con la insensatez. Pues hoy mi corazón se puso chiquito, se arrugó como las manos de este señor maquilladas por el paso del tiempo y aunque cansado, aunque con un bastón viejo como una extremidad más y caminando a tientas a través del masivo, fuerte, mostrando su mejor rostro al mundo, sin interés alguno de provocar lástima, y éso fue lo último que despertó en mí. Más bien me hizo sentir, agradecer, agradecerle a él por aparecer ahí para levar mi ancla a tierra, para hacerme ver que tengo tantas oportunidades, que puedo hacer tanto simplemente con lo que soy, simplemente con vivir, como él. Le compré los dulces, $500, pero él me dio mucho más.

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