23

No cuento los días ni mantengo pendiente del calendario, pero el 23 de cada mes llega como susurrándome al oído que existió en junio, hace ya más de 121 días, una noche en la que no dijimos adiós. Pasan las semanas, y es algo de lo que mi memoria no es consciente sino hasta que al tiempo le da la gana de burlarse del cajón de mis recuerdos, abriéndolo, dejándolos escapar y jugándome una mala pasada, que ojalá fuera mensual en vez de diaria.

Hay un problema en todo esto, y el problema soy yo. Resulta que no hago otra cosa que escuchar canciones  que justifiquen tu partida, que te hagan más perfecto de lo que no eres o que me hagan verte más cobarde. De pronto, se le ocurre al agujero negro que se ha hospedado en mi pecho desahogarse, entregar el corazón de nuevo pero en forma de palabras, de esas que quitan un peso de encima. Le hago caso cual planeta condenado a su absorción y con los ojos encharcados, como siempre luego de esa última vez que no recuerdo si fue una charla o un momento de silencios y promesas rotas, voy hacía ti, diciéndote que  te odio con el amor más absurdo del mundo, y en su defecto, te amo igual. Que eres lo peor de lo mejor que me ha pasado, y lo mejor de lo peor también. Que te esperé muchas noches, muchos días, muchas llamadas telefónicas perdidas e indirectas que al aire se decían. Que dejaría de escribir pues tu presencia y tu ausencia se deletreaban en cada uno de mis textos. Que te lloré, que te lloro y te seguiré llorando y que me has robado la existencia de cualquier deseo que yo hubiese tenido por pasar el resto de mi vida con alguien, simplemente porque ese alguien ya nunca más serías tú.

Predecible o no, luego respondes, casualmente cruel en nombre de la honestidad, que me quieres mucho pero que nunca pudo ser y nunca podrá, como si yo no estuviera consciente de eso, como si cada día, cada noche y cada amanecer no me lo repitiera y se lo repitiera al cielo en forma casi de verso. Resulta, que no me quité ningún peso de los hombros y sigo hundida, sumergida en esos días en que veía tus ojos y me alegraban la vida.

Hablé mucho y dijiste poco, cosa que no recrimino, pues es mi castigo por la fe que te tengo. Ojalá me recuerdes y musites mi nombre en una oración, ojalá desees lo mejor para mi vida al menos un cuarto de la manera en la que yo lo deseo para la tuya y ojalá no llores por mí, porque llorar por alguien es como cuando un naufrago tiene sed y muere deshidratado por no poder beber el agua del mar y yo no te deseo ningún tipo de tristeza, ningún tipo de mal ¿Qué si lloro por ti? Ya dije antes que sí, no lo necesitas saber, pero llorar por ti para dormir se ha convertido en parte de mi rutina. Ojalá te enamores, seas feliz y puedas encontrarte en alguien como nunca lo hiciste conmigo, mientras tanto y mientras la vida, yo seguiré escribiendo para traerte a colación en el espacio y tiempo en que me encuentre. Te prometí jamás olvidarte y, sin saberlo, me condené. Qué bien por ti, que jamás me prometiste algo así.

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